jueves, 8 de diciembre de 2011

Árboles de durazno

Para Jorge en su cumpleaños

Rosa María espera a que sea primavera, es la estación del año en la que los árboles de durazno echan esa flor rosada y blanca y las abejas llegan presurosas a libar todo el néctar; la miel de durazno es una delicia, es su favorita.

Después de que los árboles se llenan de flores y de que las abejas ya extrajeron hasta la última gota de su sabor; entonces, las flores son sustituidas por frutos: unos duraznitos verdes, pequeñitos. Rosa María cuida que no les falte agua, que no les caiga plaga, que los gusanos no piquen los frutos. Es una gran labor, dice Rosa María, me gusta mucho estar contemplándolos, así se me pasan las horas volando.

Al cabo de algunos meses de sol y agua, de amor y cuidado, los duraznos serán recolectados en grandes canastos. Los corto verdes, en el camino se irán madurando, dice Rosa María con su tijera en la mano.

Éste es el trabajo que Rosa María más disfruta y sin embargo, sólo puede hacerlo unos meses del año. Una vez hecha la colecta y habiendo llenado los canastos que son llevados por grandes camiones, Rosa María se queda desempleada. En años anteriores había laborado en una cafetería de comida mexicana, pero este año no la van a necesitar porque vienen de México unas recomendadas del dueño. Tachita, la amiga de Rosa María, le dice que se vayan a Los Ángeles a chambear, que Fresno está muerto después de la cosecha y ellas, madres solteras, no les pueden decir a sus niños que nada más se come cuando hay trabajo. Rosa María está renuente pero se da cuenta que Tachita tiene razón; por su hijito Luis, tiene que buscar otras entradas, no hay quien vea por ellas, están solas en esa tierra.

Encomendadas a su santo se van a Los Ángeles. Pero qué barbaridad, que grandotota es esta ciudad. ¿Y para dónde jalamos? ¿A quién vemos? ¿Con quién hablamos?

Las niñas con sus niños no hablan inglés, se les ve a leguas inmigrantes. Cansadas, con hambre y acaloradas, no atinan qué hacer; una señora –tan buena gente- les dice que en los parques dan –gratis- almuerzos a los niños.

A un parque van a dar, los niños se forman en una hilera larga, cuando les llega el turno les dan una bolsa de papel de estraza que contiene una lechita fría, una manzana, un sándwich de pavo y una ensalada. ¡Te lo comes todo, no vayas a dejar nada! Los niños devoran, las madres no pueden probar nada: La comida es para los niños solamente, dice la encargada. Tachita y Rosa María se saben aguantar el hambre y no tocan ni las migajas. Cuando los niños terminan –y si ha sobrado comida- pueden volver a formarse, Luisito y Nicolás se enfilan y reciben entonces lo que será el almuerzo de sus madres.

Satisfechas dejan que sus niños jueguen en el parque, que se suban a la resbaladilla, que se mezan en los columpios, que se desquiten en el sube y baja. Entre tanto las madres conversan, ven la manera de buscarse un trabajo. Por aquí hay bonitas casas, dice Tachita, ve por los niños y vamos a preguntar si no ocupan ayuda. Luisito y Nicolás acompañan a sus madres; caminan todas las calles, tocan todos los timbres y en cada casa se les contesta lo mismo: No, thank you. En una nos van a querer, dice Tachita, en una nos van a agarrar. Sin dejarse vencer, siguen y siguen. Una y otra vez, la misma pregunta, la misma respuesta.

En una casa con gran jardín, Rosa María ve dos árboles de durazno y dice: Aquí me gustaría servir. Toca el timbre y sale a su encuentro una señora mayor de cabello blanco y ojos azules que se le ven iluminados con los últimos rayos del sol. Rosa María le hace la solicitud. La señora la mira con una extraña cortesía, con un ademán le pregunta por Luisito; Rosa María se hace entender, le dice -como puede- que es su hijo y que en el contrato también entra él. La señora es de edad avanzada, le cuesta caminar, se auxilia con un bastón y le dice a Rosa María que sí necesita quien la ayude a limpiar y a guisar. Yo hago eso y más: puedo ir por la compra, podar el césped y, lo que me gusta, cuidar los árboles de duraznos. La señora está de acuerdo, le abre las puertas a Rosa María y a Luisito. Ellos entran, en la casa caminan con tiento, cuidando el rumbo. Están conscientes que es una casa extraña y que ellos sólo están ahí para agradar, para hacer favores, para ayudar.

En la casa viven, además de la señora Thompson, el señor Thompson y su hijo John. John es especial, ya tiene unos cuarenta años pero se sienta con Luisito a jugar, son compañeros de andanzas, se hacen amigos inseparables, como si fueran dos niños de la misma edad.

Luisito entra a la escuela a cursar el primero de primaria, es un alumno aplicado y se destaca porque sabe escuchar. Con sus clases y las tardes de juego que pasa con John, aprende el inglés, así como lo hablan los americanos y entonces se convierte en traductor. Luis es el enlace entre la señora Thompson, el señor Thompson, John y su mamá. Es tan importante su labor, que se vuelve esencial, todas las conversaciones pasan por la boca de Luis. Por él se entera Rosa María que la señora Thompson quiere que ella aprenda el inglés y le dice que junto a la high school, está la escuela de adultos a donde puede asistir, no cuesta, ni piden nada, yo te compro los libros, le dice la dueña de la casa. Rosa María acepta, sólo se ausenta unas horas; antes de dejar a Luisito acostado, ya han rezado el ángel de la guarda, se dan un beso y se dicen adiós. Rosa María asiste cada noche a la escuela para adultos, mas sin embargo, no aprende el inglés como lo ha aprendido Luisito, a ella se le dificulta mucho. A fuerza de perseverancia y tesón, como que le empiezan a entrar las palabras y adivina en ellas su significado.

Luisito, en cambio, se ve despegar. En la escuela le entregan diplomas que premian su asistencia perfecta, su puntualidad, su aprovechamiento académico y su compañerismo. Es promovido a segundo año al grupo de los niños avanzados.

A Rosa María eso la tiene muy contenta, eso y que los duraznos se están dando dulces y jugosos. La señora Thompson la enseña a hacer peach pie y peach jam.

La vida en California es de trabajo y Rosa María ve los frutos de su labor. A semejanza de los duraznos, su hijo está creciendo dulce y sano.

Es un buen verano, Rosa María ya cumple un año de trabajar ahí. Tachita y Nicolás también encontraron su lugar, los Thompson los recomendaron con la señora Jones; no viven cerca de Rosa María, pero todavía se frecuentan.

Empero hay algo que enturbia su felicidad, el señor Thompson fallece de un infarto cerebral. Su cuerpo es cremado. En una ceremonia íntima y familiar, donde sólo asisten Rosa María, Luis, John y su mamá, las cenizas son depositadas en la tierra que nutre al árbol de duraznos del front yard.

Después del primer año, los demás se van yendo como agua. Luisito ya está por pasar a la middle school y entonces la señora Thompson le dice a Rosa María que la quiere legalizar, que va a contratar a un abogado para que, tanto Luisito como ella, sean ciudadanos americanos. Los trámites se hacen, el dinero se paga, los documentos se mandan y en unos años llegan los papeles. Es un día feliz en la casa de la señora Thompson.

En ese día de celebración, la señora Thompson lleva a su criada a su cuarto. Rosa María, le dice, estoy preocupada, pronto voy a partir y no tengo a nadie que se encargue de John. Yo he pensado en proponerte algo. He pensado, le dice, en hacer mi testamento y heredarte esta casa, también te dejaré algo de dinero; pero a cambio, debes prometerme que cuidarás de mi hijo, que lo atenderás como lo has hecho, que velarás por él, que no le faltará nada, ni cariño, ni cuidados, que dormirá en su mismo cuarto. ¿Lo prometes? ¿Puedo contar contigo? Rosa María hace la promesa. La señora Thompson la abraza, le está dejando su más preciado tesoro: a su hijo John.

Al cabo de unos cuantos meses, la señora Thompson fallece y como su esposo, es incinerada y sus cenizas son depositadas en el otro árbol de duraznos.

De esto ya han pasado muchos años, Luis, el hijo de Rosa María, y su esposa Blanca, viven con su hijo David en la casa que la señora Thompson les heredó. David es compañero de escuela de mi hijo Misael. Muchas veces lo invita a su casa a jugar, juega con ellos también John, quien es ahora compañero de juegos de David.

Basado en una historia real.

Rosa María ha cumplido su promesa, se ha encargado de todo: de la casa, de su hijo, de John y de los árboles de durazno.

miércoles, 2 de noviembre de 2011

La carta

Para mi amigo Van Ajemian Querida hija:

Ya sé que no quieres que te dé explicaciones del dinero que me mandas, no pienso dártelas, nomás te voy a decir en qué se me fueron los últimos dolaritos que me depositaste.

Don Juan y doña Agustina se enteraron de que te fuiste pa’ los Estados Unidos y no se tardaron nada en invitarme a la boda de su hija Concha, ésa que ya se andaba quedando, quién sabe con qué tretas se amañó un novio que la mera verdad tiene cara de sinvergüenza, ¿pues no me pidieron que fuera su madrina de mole? y ni modo que me negara, a esas cosas una no puede decir que no, así que una parte del dinero se me fue en los ingredientes para la preparación del mole, ¡cómo han subido las cosas! Te caes de espaldas de lo caro que está todo, siquiera que nomás fue el mole y no el tequila. En la boda, los convidados me felicitaron por lo bueno que me había quedado el guiso, hice bastante, no quería que pensaran que yo era una coda o que a ti no te iba bien. Ahí me divisaron don Marcelo y doña Cuca, los papás de Angelita, ¿te acuerdas de ella? Es la que se enredó con un muchacho que luego luego se desapareció y ya no volvimos a saber de él, pues tiene una niña, una chamaquita que no tiene nombre porque no la han bautizado y eso sí está mal, yo se los dije y por andar de bocona me pidieron que fuera la madrina de bautizo, me tocó comprarle el traje y la medallita, pero también pude escogerle el nombre, le pusimos como tú, porque tú eres la que nos mandas el dinero para que se hagan todas estas cosas.

Durante la misa, el padre Ponciano dejó a un lado el sermón para mejor decirnos todas las cosas que hacían falta en la Iglesia, dijo que nosotros sólo vamos a apoltronarnos en las bancas y que no vemos que al templo le hace falta una remozadita y una pintadita, a los asientos una barnizadita y que los pobres santitos ya van necesitando otros vestiditos porque los que traen ya están de plano muy feítos; todo esto lo decía sin quitarme los ojos de encima y de veras, de veritas, que yo sentí que todo me lo estaba diciendo a mí, ¿pues cuánto creerá que me mandas? A la hora de la hora, la canasta de las limosnas no me la pasaron, me la soltaron en las manos, el acólito me la dejó y con su carita de ángel esperó a que yo sacara mi cartera y me despidiera de mi billete de quinientos pesos.

Allá mismo, a la salida del bautizo, ¿a quién crees que vi? A Lupercio. Todavía no andaba tomado, es que era retetemprano, se presentó para pedirme un préstamo, me dijo que le había ido mal, que le iban a quitar su casa y hasta su tierra porque andaba bien endeudado, estaba desesperado, en serio que lo vi fregado, nunca te imaginas ver a un hombre como Lupercio suplicar por dinero y sabes qué, que pensé en la pobre de Vicenta, su mujer, es una santa esa pobre Vicenta, mira que lo ha aguantado como sólo ella ha sabido hacerlo. Pues, ay, hija, no te vayas a enojar, pero le presté, ¿qué hace uno?

Doña Candita vio que le presté dinero a Lupercio y qué crees, que se suelta llorando y me cuenta la historia de su hijo Nicolás, no sé si te acuerdes de él, un muchachito al que atropellaron en la carretera, le mocharon las piernas, nomás le quedó el tronquito. Pues es la desgracia de doña Candita, ese Nicolás no tiene cómo moverse, da harta pena verlo, los vecinos, tan acomedidos, le acondicionaron una tablita con ruedas y con jaladera, ahí se monta el muchacho, así como puede y la pobre mujer ahí lo va jalando. Te parte el alma, hija. Doña Candita ya está grande y además de un montón de años, tiene artritis, nomás la vieras, se le salen de la piel las rodillas torcidas, las manos de tan chuecas se le quiebran, ya está como para que la jalen a ella, de veras. Pues me pidió que le cooperara con la silla de ruedas, no te vayas a creer que una nueva, ésas cuestan un ojo de la cara y la mitad del otro, no, es una silla que sacaron de un tiradero de basura o vete tú a saber de dónde, una cosa ya bastante usada y oxidada, pero dice ella que sirve bien. Le pregunté que cuánto tenía juntado, que cuánto le hacía falta y me dijo que todo, que no había podido juntar nada. ¿Pos qué hace una? Se me hizo feo que si cooperé para una boda que ni me va ni me viene, no coopere yo con doña Candita. Enseguida le di el dinero, ya se me había ido casi todo y nomás tenía yo unos días de haberlo cobrado, no si el dinero se va como agua, como agua nomás.

Terminado el bautizo jalé para la casa y no vas a atinar quiénes me estaban esperando en la puerta: doña Ramoncita y su hija Chana. Seguro las recuerdas, doña Ramoncita vendía chiles secos de casa en casa, yo a veces le compraba, no porque me hicieran falta sus chiles, lo hacía para ayudarla; Chana, su hija, es como de tu edad, pero está tan acabada la pobre, sus cabellos trenzan canas. Es esta vida de pueblo, hija, es este medio comer, este medio vivir. Si las vieras, no las reconocerías de lo flacas y desmejoradas que están. Venían bien cubiertas ocultando la pena con sus rebozos y así, disimulando su vergüenza me dijeron que no tenían a quién recurrir y que con mucha pena venían a pedirme prestado porque había fallecido la mamá de doña Ramoncita, una viejita que ya estaba muy grande de a tiro, ya tenía mucho de no salir ni a la puerta, pues no vas a creer que ya tenía rato de muerta y ahí la tenían a la pobrecita envuelta en una sábana porque no tenían para el entierro, ni para la caja, ni para nada y se les hacía muy feo abrir un hueco para ir a tirarla a la tierra así nomás. Si no se tuvo decoro en vida, siquiera que se tenga para morir con dignidad. Entonces, hija, saqué todo lo que me quedaba. Total, ¿qué es el dinero? Nada. Todito lo que me mandaste se me fue, pero no importa porque prontito se viene el otro mes y con el permiso de Dios, me vuelves a depositar otro poquito.

martes, 4 de octubre de 2011

Sin abrir la boca

Irene Saldívar nunca había estado más localizable y, sin embargo, nunca había estado más sola. Se encuentra, hoy por hoy, en condiciones tales como para poder comunicarse con cualquier persona del planeta, pero algo debe estar mal, porque dicha comunicación no se concreta.

Lo primero fue, claro, el celular, ¿quién no tiene uno hoy en día? Si hasta los preescolares cargan uno en la lonchera (por si acaso se les presentara una emergencia); así que ella, como mujer actual que es, tiene el suyo y no cualquier teléfono, debo decirlo, éste, que costó una fortuna, hace toda una serie de monerías: toma fotos, video, graba mensajes, la conecta al Internet, guarda canciones y le da santo y seña de cada una de ellas, bueno, una cosa de lo más moderna; el problema: no suena, es decir, nadie la llama y no porque la gente no tenga su número porque se ha encargado de dárselo a todos sus conocidos, desde familiares y amigos, hasta al jardinero, la modista y el encargado de la tintorería. Será que las tarifas están por los cielos y que si no se entra en los diez números gratuitos que manejan algunos planes (está visto que no aparece en ninguno), no hay quien le eche una llamadita.

El Internet es un asunto que se cuece aparte, porque en un principio, cuando empezó, ella, Irene, no tenía la menor idea de nada, qué digo, si ni siquiera tenía computadora (para qué iba a querer una, si no sabía ni prenderla), pero sucede lo mismo que con el celular, son aparatos indispensables, el que no los tiene es como si no existiera. Fue con esa idea de pertenecer que compró una a plazos, una computadora que hace tres años era una auténtica maravilla y hoy ya es un patético cacharro que corre a paso de hormiga, que se apaga sola y se paraliza a la menor provocación. Pues aun con esa máquina antigua se las arregla para entrar a la red y hacer lo que ello implica, que es, al parecer, mandar y recibir toda clase de correos electrónicos. Que si fueran cartas, saludos o noticias, sería buenísimo, sin embargo, no es ésta la clase de mensajes que recibe, no, señor, son las espantosas cadenas y los abominables forwards -que no sé quién carambas elabora con tanto ímpetu, perseverancia y determinación- que le llegan como estampida. Cuando ella, Irene, era una inocente cibernauta, los leía todos, incluso respondía al emisor agradeciéndole el amable gesto de haberle enviado tan valioso documento; hoy, los borra como si contuvieran lepra, no quiere ni abrirlos, ya abrió la suficiente cantidad de forwards como para no tener que volver a hacerlo por lo que le resta de vida. ¿Cuánto tiempo no perdió contemplando las más cursis presentaciones hechas en Power Point, las fotos asombrosas, el video de YouTube (que hay que ver antes de que lo quiten), los chistes políticos, las quejas de algunos, las advertencias sobre los peligrosísimos virus que se comen tu disco duro y el de todos tus contactos, los consejitos paternalistas? Pero nunca una misiva personal, una carta –qué bonito era escribir y recibir cartas, de ésas que venían en un sobre con timbre y sello postal-, un mensaje exclusivamente escrito para el destinatario. La masificación, es decir, este envío indiscriminado de forwards a todos los contactos de la lista se llevó la dicha de recibir algo único y original, la dicha de leer algo escrito solamente para uno. Pues es así, desgraciadamente, no recibe otro tipo de mensajes que los antes citados y es una pena, una verdadera pena, porque ella está en la mejor disposición para recibir cartas, pensamientos, incluso poemas o cuentos que reflejaran que alguien –efectivamente- está pensando en ella y desea comunicarse.

¿Y para qué entonces haber hecho el gasto de una computadora? ¿Para qué entonces pagar el servicio de Internet? Por si acaso. Es una necedad suya, una tontería, pero todas las mañanas prende el aparatejo con la ilusión de encontrar ese correo electrónico especial, que no ha llegado, pero ha de llegar. En tanto, para recibir algo más sustancial que cadenas y forwards, se ha inscrito a todos los boletines y revistas electrónicas gratuitas; a momentos la cansan y cancela la suscripción, pero después, cuando la azota la soledad por no recibir nada de nada, cuando se siente como el más solitario de los hongos, como el más distante de los pulgares, repara el error, reinscribiéndose a los mismos servicios que había cancelado. Es un ciclo, así como la vida. Ella, Irene, ha hecho y hace todo lo que está a su alcance –como estoy segura que los demás también lo hacen- para abrirse al mundo, para estar ahí, disponible: abrió su cuenta en Facebook, sitio en el que ha subido sus fotos, y debo señalar que para acometer esta tarea se ha tomado cientos y cientos de ellas porque no es nada fotogénica y sólo ha subido las mejores. Pues ahora la gente sólo la busca para invitarla como “amiga”, o sea, le son enviadas “solicitudes de amistad”, ya que, según se aprecia, está de moda y es una suerte de competencia tener más amigos que los demás, mientras más, mejor; aunque es importante aclarar que se trata de amigos virtuales, que no reales, es un número igual de falso que la lista de contactos del correo electrónico, no quiere decir nada, para que se sepa, ella tiene doscientos ochenta y nueve amigos, un número simbólico y tranquilizador, hacerle pensar que es solicitada y querida, cuando en la realidad los amigos se cuentan con una mano, de los doscientos ochenta y nueve “amigos” no hay quien la llame por teléfono, le escriba una carta o se tome un café con ella en una tarde lluviosa; antes de todo este revuelo ciber-tecno-comunicativo, estaba más en contacto con la gente que ahora.

Por no dejar, bajó el programa Skype para poder hablar con los amigos y familiares que radican en otros países, sólo ha recibido una llamada y fue de un italiano que andaba más perdido que ella y se equivocó de dirección; pudieron hacer entablado conversación, pero no, no estaban dados de alta como amigos, así que se disculpó y colgó.

Por último, y esto ya como el más desesperado de los gritos de auxilio, se inscribió al match.com que es un sitio para encontrar pareja, con tanto éxito en los Estados Unidos que seis de cada diez relaciones terminan en matrimonio, y no es que esté desesperada por casarse, realmente ni piensa en ello, pero, ¿por qué no darse la oportunidad de conocer personas del sexo opuesto por un medio tan cómodo como lo es el Internet? Con esto en mente, decidió registrarse y crear su perfil, el mejor perfil que pudo pensar, no es mentir, es sacar lo mejor de uno, la mejor cara, ya tendrán tiempo después de conocerme y de decidir si les gusto o no. Ya inscrita, es decir después de que el cargo a la tarjeta de crédito se ha hecho, he visto fotos y más fotos, perfiles y más perfiles de lo que el sistema cree que encaja conmigo, harta de ver caras que no me dicen nada y leer perfiles que son casi idénticos, quiero gritar. Sin embargo, y cuando estoy a punto de cerrar la página, encuentro una cara que salta entre las demás, un nombre que se destaca: Rafael Carrasco. No se pierde nada con intentarlo. Entonces Irene, yo, le mando una invitación para chatear y él acepta porque está en línea, es decir, conectado, igual que yo, estamos conectados. Se parecía a un compañero de trabajo que tuve hace años, se llamaba Leandro Ontuña, era guapo y casado; yo al principio me hice ilusiones, pero empezó a coquetear con otra compañera y dejó de interesarme. Pues este Rafael se le parecía, pero en feo; aun así tenía un aire de Leandro. Quise saber de él, pero no hay mucho que saber, parece que todos hacemos prácticamente lo mismo: trabajamos el día entero en un trabajo cualquiera y ansiamos que llegue el fin de semana para levantarnos tarde porque hemos pasado casi toda la noche desvelándonos viendo la televisión. Consentí en salir con él a tomar un café, nos citamos en una cafetería cercana a su oficina. Aunque no se parecía en nada al de la foto, supe que era él por la forma en la que me miró; sólo verlo llegar y supe que ese error lo pagaría caro.

¿Eres Irene? Se sentó frente a mí y quisiera decir que empezó la conversación, pero no fue así porque para una conversación se necesitan de dos personas y yo no abrí la boca; él empezó a hablar como no sabía yo que alguien pudiera hacerlo: sin pausas ni oportunidad para ningún tipo de interlocución. Rafael vació millones de palabras que caían inconexas en la mesa; yo cerraba los ojos para hacerme creer que eso no estaba pasando. Fue una agonía disfrazada de cita amorosa con posibilidad de repetición, pero yo no iba a repetir, todo tiene un límite. Sin embargo, dio de malas que él ya había comprado los boletos para el teatro que si nos apurábamos podíamos alcanzar a ver. Yo necesitaba silencio y en el teatro sólo los actores hablan y si uno es lo suficientemente hábil puede bloquearse, pensar en otras cosas y dejarlos de oír, por eso reuní fuerzas -todas las que pude-, pagué la cuenta de dos pasteles y ocho tazas de café y nos dirigimos al teatro, en mi coche porque él no tiene. En el trayecto habló tanto, tanto que casi me deja inconsciente; pero así y todo, logré estacionar el carro, bajarme y sentarme en la butaca que marcaba el boleto. La primera llamada y contaba con extremada precisión su infancia, la segunda llamada y ya andaba por su época de niño scout, la tercera llamada y empezaba a tocar lo referente a su primer divorcio. ¿Es divorciado? ¿Tres veces? Creo que se le olvidó agregarlo en su perfil. Deseaba tanto que empezara la función que casi rompo en llanto, creo que nunca me había sentido así, tan sola y desamparada. Empezada la función, dejó de hablar, yo amé ese silencio, lo respiré profundamente. Me encerré en mi misma. No supe ni sabré de qué se trató la obra; debió de haber sido buena porque la gente se reía. Bajó el telón, el público de pie ovacionó a los actores y yo caí en la cuenta de que el recreo había terminado porque habíamos llegado juntos y juntos tendríamos que irnos. Retomó la plática exactamente donde se había quedado: su segundo divorcio. Rafael me inundó con situaciones y anécdotas que ni en una vida de habernos conocido hubiera podido saber. Le dije que estaba muy cansada y que me dijera en dónde lo podía yo dejar. En cualquier estación del metro. Perfecto.

Al llegar, se despidió muy efusivo y dijo haber estado de lo más contento, pasamos –según él- una velada en la que sintió que compaginábamos y dada la experiencia que tiene en relaciones fallidas, me aseguró que eso no es nada fácil de lograr, mencionó unas ocho veces que le encantaría que volviéramos a vernos. Logré que se bajara del coche. Silente y reflexiva, su plática espesa y tupida sólo me confirmó algo que yo ya sabía: en esta época de comunicaciones, el problema sigue siendo la comunicación.

viernes, 2 de septiembre de 2011

El nombre es lo de menos

El domingo por la mañana estábamos su comadre y yo leyendo el periódico, ¡y que vamos mirando su foto! Que es el compadre, me dijo mi vieja. No, cómo que el compadre, no puede ser. Sí, aquí está escrito su nombre, aclaró ella. Ah, pues sí es. Oiga, compadre, ¡qué suertudote nos vino resultando usted! Lo que le sucedió es de no creerse, es un milagro; no le exagero si le digo que es usted uno en diez millones, ¿o uno en un millón? Bueno, no importa, lo que le pasó a usted no le pasa a nadie, aunque todos quisiéramos que nos pasara. Me da gusto, es decir, nos da gusto y lo felicitamos de todo corazón, usted es un gran ser humano y se lo merece. Me imagino que ya estarán en fila los lambiscones, los besamanos, los barberos; tenga usted mucho cuidado, compadre, que hay gente muy aprovechada, de a tiro interesada, gente abusiva que nomás lo quiere a uno cuando cree que puede sacarle algo.

Nosotros, en cambio, siempre lo hemos estimado, por algo somos compadres; nosotros sabemos lo mucho que usted vale, tenemos años de conocernos, qué digo años, toda una vida de amistad, de comidas domingueras, de paseos, de cumpleaños, de fiestas; precisamente hoy nos estábamos acordando, mi señora y yo, de aquel fin de año en su casa, ¿se acuerda? Ah, qué divertida nos dimos, porque, ¡ah qué buenas fiestas da usted!, sí usted, tan buen anfitrión, mandó traer al mariachi para deleitarnos con su maravillosa voz, porque oiga, compadre -lo que sea de cada quien-, qué voz tiene usted, qué voz y cómo canta usted las rancheras, con qué fuerza, con qué vibrato, con qué gracia, bueno cómo es que nunca se dio cuenta que iba para cantante profesional, qué Chente ni qué Chente, ¡usted, compadre!

¿Y qué me dice de ese fin de semana en Acapulco? Qué a gusto nos la pasamos, ¿verdad? ¿Qué tal esa noche de bohemia en la playa en la que hicimos una fogata y usted contó unos chistes buenísimos? No parábamos de reírnos, oiga, le juro que jamás me he reído tanto como en aquella ocasión. Cómo disfrutamos de esas caminaditas por la costera, las nadadas en Puerto Marqués, el paseo en lancha por la bahía y la visita a la quebrada. Un viaje a todo dar, de ésos que se quedan en la memoria para siempre. ¿Cómo olvidar los partidos de fútbol playero? Las gringas nada más se le quedaban mirando y cómo no, tenía usted -bueno, sigue teniendo- un cuerpazo que causaba envidia, pero de la buena: unos pectorales de acero, un abdomen que parecía lavadero, unas piernotas de futbolista de primera división y con un bronceado que ni mandado a hacer; ahí estaban las extranjeras -y las nacionales también- lanzadísimas, echándole todos los perros, babeando por usted. Pero usted, acostumbrado a eso, me las ponía quietas. Ésa es una de las cualidades -entre tantas- que más le admiro: la modestia; usted no es nada presumido y mire que a pesar de su galanura, inteligencia y simpatía, usted siempre ha permanecido sencillo, humilde y ha sabido rodearse de gente -como nosotros- que lo quiere por lo que usted es.

Oiga, compadre, pues es porque lo apreciamos y lo valoramos, como Dios sabe que lo hacemos, que hemos pensado en invitarlo a participar en un negocio; si antes no lo habíamos hecho es porque aún no se concretaba y porque usted no tenía entonces el capital que se requiere para participar en una cosa de éstas; pero ahora, la vida le ha sonreído, la suerte está de su lado ya que su consolidación financiera no le pudo haber llegado en mejor momento: el negocio está listo para arrancar, sólo hace falta un inversionista, una persona decidida, emprendedora, visionaria, ¿quién mejor que usted? Créame que el hecho de que usted pueda participar con nosotros me llena de dicha, estoy seguro que el éxito nos acompañará; el negocio -el negociazo- nos va a llenar los bolsillos, y no que usted lo necesite ahora, pero acuérdese que el dinero no dura toda la vida, es vital invertirlo para hacerlo durar y que nunca falte. Usted entiende, seguro que ya se lo han dicho: el dinero en el banco es dinero muerto, hay que moverlo, hacerlo crecer... los que lo han sabido invertir son, ni más ni menos, los dueños del mundo. Ya hemos visto a lo largo de la historia que aquellos que se arriesgaron y creyeron en sus ideas llegaron lejos; yo creo y le pido a usted que también crea; lo más importante en un negocio, en la vida y en cualquier cosa es tener fe.

Pues no lo dejo más en ascuas, se trata de la manufacturación de un invento mío, una cosa necesarísima y que nada más se elabore y salga al mercado romperá récord de ventas, la gente –materialmente- nos lo arrebatará de las manos; todos querrán uno y nosotros no nos daremos abasto. Ya ve usted que el tráfico en esta ciudad cada vez está peor, que la gasolina sube de precio día con día, que los coches cuestan una fortuna y que nuestras autoridades nada más están viendo qué nuevas restricciones se les ocurren para la circulación vehicular: que si la verificación, que si la tenencia, que si el engomado doble cero, que si es foráneo: una cosa horrible; son gastos tras gastos con la engañosa promesa de transitar, engañosa, sí señor, porque, ¿quién puede transitar por esta ciudad? Eso quisiera uno, pero es imposible; todos los autos están parados, estacionados en plenas vías dizque rápidas y luego cuando uno de verdad precisa estacionar el carro en algún sitio, se encuentra uno con que ¡no hay lugar! Por esto, compadre, por esto he ideado el invento que revolucionará la industria del transporte, ¿está usted listo para escuchar su nombre? Pare oreja, se trata del autotransportador, sí, au-to-trans-por-ta-dor, como su nombre lo indica, el autotransportador es un innovador aparato que en apariencia se asemeja a un chaleco y que mediante energía solar lo eleva a uno por los aires transportándolo sin costos, atorones o mayores inconvenientes; cuenta con celdillas que almacenan energía por si el día está nublado o es de noche. Que un viajecito de ya rugiste, digamos que a Cuernavaca, póngase de volada su autotransportador y en menos de lo que le cuento ya hasta se almorzó unas quesadillas en Tres Marías. Que si los niños dan mucha guerra en el coche, que gritan y se pelean, usted agarra su autotransportador y ellos que allá se entiendan. Que si la señora está de latosa con que vas muy rápido, que frena, que cuidado, usted, que carga para todos lados con su aparatito, ante cualquier situación desagradable, ya sabe, le prende al botoncito verde, le señala la dirección a la computadora integrada y ya no va a querer usted viajar en otra cosa porque se va a sentir usted como los mismos ángeles, como mariscal del aire, surcando el cielo raso y sin contaminar nadita de nada. ¿No es una maravilla? Sí que lo es, de principio a fin, lo es.

Se preguntará usted que cómo se le pudo ocurrir una cosa así a este humilde servidor, fue una iluminación, una inspiración que me vino una tarde de ésas en las que salía muerto del trabajo para entonces tener que chutarme dos horas de embotellamiento. Fue entonces cuando me llegó, hará de esto unos ocho o nueve meses; desde entonces he pensado en el cómo y de a poco me fueron llegando las ideas, primero una, después la otra; un compañero del trabajo es hermano del vecino del mejor amigo de un ingeniero, él me asesoró un poco, un poco nada más porque yo también estuve investigando por Internet, y así, sumando, con fe y perseverancia, con trabajo y paciencia, se llegó a un diseño perfectamente anatómico, un motor silencioso y ligero que lo puede elevar a uno hasta unos ciento cincuenta metros de altura para viajar a velocidades que van desde los cuarenta hasta los ochenta y cinco kilómetros por hora. ¡Qué chulada!, dirá usted, Quiero participar en la mejor y más grata invención –después de la televisión, claro-, pues que no se hable más del asunto, compadre, ya estuvo, usted pone un chequecito por la cantidad que aparece en el sobre junto con los papeles, que una vez firmados –no se nos vaya a olvidar firmarlos, compadre-, lo certifican a usted como socio de la empresa Autotransportation Motor Company, no se asuste, si no le cuadra el nombrecito, no hay problema, se lo podemos cambiar, ¿qué tal Compadre’s Motor Company? Bueno, en fin, por eso no se apure, usted ponga el dinero, el nombre es lo de menos.