martes, 4 de octubre de 2011

Sin abrir la boca

Irene Saldívar nunca había estado más localizable y, sin embargo, nunca había estado más sola. Se encuentra, hoy por hoy, en condiciones tales como para poder comunicarse con cualquier persona del planeta, pero algo debe estar mal, porque dicha comunicación no se concreta.

Lo primero fue, claro, el celular, ¿quién no tiene uno hoy en día? Si hasta los preescolares cargan uno en la lonchera (por si acaso se les presentara una emergencia); así que ella, como mujer actual que es, tiene el suyo y no cualquier teléfono, debo decirlo, éste, que costó una fortuna, hace toda una serie de monerías: toma fotos, video, graba mensajes, la conecta al Internet, guarda canciones y le da santo y seña de cada una de ellas, bueno, una cosa de lo más moderna; el problema: no suena, es decir, nadie la llama y no porque la gente no tenga su número porque se ha encargado de dárselo a todos sus conocidos, desde familiares y amigos, hasta al jardinero, la modista y el encargado de la tintorería. Será que las tarifas están por los cielos y que si no se entra en los diez números gratuitos que manejan algunos planes (está visto que no aparece en ninguno), no hay quien le eche una llamadita.

El Internet es un asunto que se cuece aparte, porque en un principio, cuando empezó, ella, Irene, no tenía la menor idea de nada, qué digo, si ni siquiera tenía computadora (para qué iba a querer una, si no sabía ni prenderla), pero sucede lo mismo que con el celular, son aparatos indispensables, el que no los tiene es como si no existiera. Fue con esa idea de pertenecer que compró una a plazos, una computadora que hace tres años era una auténtica maravilla y hoy ya es un patético cacharro que corre a paso de hormiga, que se apaga sola y se paraliza a la menor provocación. Pues aun con esa máquina antigua se las arregla para entrar a la red y hacer lo que ello implica, que es, al parecer, mandar y recibir toda clase de correos electrónicos. Que si fueran cartas, saludos o noticias, sería buenísimo, sin embargo, no es ésta la clase de mensajes que recibe, no, señor, son las espantosas cadenas y los abominables forwards -que no sé quién carambas elabora con tanto ímpetu, perseverancia y determinación- que le llegan como estampida. Cuando ella, Irene, era una inocente cibernauta, los leía todos, incluso respondía al emisor agradeciéndole el amable gesto de haberle enviado tan valioso documento; hoy, los borra como si contuvieran lepra, no quiere ni abrirlos, ya abrió la suficiente cantidad de forwards como para no tener que volver a hacerlo por lo que le resta de vida. ¿Cuánto tiempo no perdió contemplando las más cursis presentaciones hechas en Power Point, las fotos asombrosas, el video de YouTube (que hay que ver antes de que lo quiten), los chistes políticos, las quejas de algunos, las advertencias sobre los peligrosísimos virus que se comen tu disco duro y el de todos tus contactos, los consejitos paternalistas? Pero nunca una misiva personal, una carta –qué bonito era escribir y recibir cartas, de ésas que venían en un sobre con timbre y sello postal-, un mensaje exclusivamente escrito para el destinatario. La masificación, es decir, este envío indiscriminado de forwards a todos los contactos de la lista se llevó la dicha de recibir algo único y original, la dicha de leer algo escrito solamente para uno. Pues es así, desgraciadamente, no recibe otro tipo de mensajes que los antes citados y es una pena, una verdadera pena, porque ella está en la mejor disposición para recibir cartas, pensamientos, incluso poemas o cuentos que reflejaran que alguien –efectivamente- está pensando en ella y desea comunicarse.

¿Y para qué entonces haber hecho el gasto de una computadora? ¿Para qué entonces pagar el servicio de Internet? Por si acaso. Es una necedad suya, una tontería, pero todas las mañanas prende el aparatejo con la ilusión de encontrar ese correo electrónico especial, que no ha llegado, pero ha de llegar. En tanto, para recibir algo más sustancial que cadenas y forwards, se ha inscrito a todos los boletines y revistas electrónicas gratuitas; a momentos la cansan y cancela la suscripción, pero después, cuando la azota la soledad por no recibir nada de nada, cuando se siente como el más solitario de los hongos, como el más distante de los pulgares, repara el error, reinscribiéndose a los mismos servicios que había cancelado. Es un ciclo, así como la vida. Ella, Irene, ha hecho y hace todo lo que está a su alcance –como estoy segura que los demás también lo hacen- para abrirse al mundo, para estar ahí, disponible: abrió su cuenta en Facebook, sitio en el que ha subido sus fotos, y debo señalar que para acometer esta tarea se ha tomado cientos y cientos de ellas porque no es nada fotogénica y sólo ha subido las mejores. Pues ahora la gente sólo la busca para invitarla como “amiga”, o sea, le son enviadas “solicitudes de amistad”, ya que, según se aprecia, está de moda y es una suerte de competencia tener más amigos que los demás, mientras más, mejor; aunque es importante aclarar que se trata de amigos virtuales, que no reales, es un número igual de falso que la lista de contactos del correo electrónico, no quiere decir nada, para que se sepa, ella tiene doscientos ochenta y nueve amigos, un número simbólico y tranquilizador, hacerle pensar que es solicitada y querida, cuando en la realidad los amigos se cuentan con una mano, de los doscientos ochenta y nueve “amigos” no hay quien la llame por teléfono, le escriba una carta o se tome un café con ella en una tarde lluviosa; antes de todo este revuelo ciber-tecno-comunicativo, estaba más en contacto con la gente que ahora.

Por no dejar, bajó el programa Skype para poder hablar con los amigos y familiares que radican en otros países, sólo ha recibido una llamada y fue de un italiano que andaba más perdido que ella y se equivocó de dirección; pudieron hacer entablado conversación, pero no, no estaban dados de alta como amigos, así que se disculpó y colgó.

Por último, y esto ya como el más desesperado de los gritos de auxilio, se inscribió al match.com que es un sitio para encontrar pareja, con tanto éxito en los Estados Unidos que seis de cada diez relaciones terminan en matrimonio, y no es que esté desesperada por casarse, realmente ni piensa en ello, pero, ¿por qué no darse la oportunidad de conocer personas del sexo opuesto por un medio tan cómodo como lo es el Internet? Con esto en mente, decidió registrarse y crear su perfil, el mejor perfil que pudo pensar, no es mentir, es sacar lo mejor de uno, la mejor cara, ya tendrán tiempo después de conocerme y de decidir si les gusto o no. Ya inscrita, es decir después de que el cargo a la tarjeta de crédito se ha hecho, he visto fotos y más fotos, perfiles y más perfiles de lo que el sistema cree que encaja conmigo, harta de ver caras que no me dicen nada y leer perfiles que son casi idénticos, quiero gritar. Sin embargo, y cuando estoy a punto de cerrar la página, encuentro una cara que salta entre las demás, un nombre que se destaca: Rafael Carrasco. No se pierde nada con intentarlo. Entonces Irene, yo, le mando una invitación para chatear y él acepta porque está en línea, es decir, conectado, igual que yo, estamos conectados. Se parecía a un compañero de trabajo que tuve hace años, se llamaba Leandro Ontuña, era guapo y casado; yo al principio me hice ilusiones, pero empezó a coquetear con otra compañera y dejó de interesarme. Pues este Rafael se le parecía, pero en feo; aun así tenía un aire de Leandro. Quise saber de él, pero no hay mucho que saber, parece que todos hacemos prácticamente lo mismo: trabajamos el día entero en un trabajo cualquiera y ansiamos que llegue el fin de semana para levantarnos tarde porque hemos pasado casi toda la noche desvelándonos viendo la televisión. Consentí en salir con él a tomar un café, nos citamos en una cafetería cercana a su oficina. Aunque no se parecía en nada al de la foto, supe que era él por la forma en la que me miró; sólo verlo llegar y supe que ese error lo pagaría caro.

¿Eres Irene? Se sentó frente a mí y quisiera decir que empezó la conversación, pero no fue así porque para una conversación se necesitan de dos personas y yo no abrí la boca; él empezó a hablar como no sabía yo que alguien pudiera hacerlo: sin pausas ni oportunidad para ningún tipo de interlocución. Rafael vació millones de palabras que caían inconexas en la mesa; yo cerraba los ojos para hacerme creer que eso no estaba pasando. Fue una agonía disfrazada de cita amorosa con posibilidad de repetición, pero yo no iba a repetir, todo tiene un límite. Sin embargo, dio de malas que él ya había comprado los boletos para el teatro que si nos apurábamos podíamos alcanzar a ver. Yo necesitaba silencio y en el teatro sólo los actores hablan y si uno es lo suficientemente hábil puede bloquearse, pensar en otras cosas y dejarlos de oír, por eso reuní fuerzas -todas las que pude-, pagué la cuenta de dos pasteles y ocho tazas de café y nos dirigimos al teatro, en mi coche porque él no tiene. En el trayecto habló tanto, tanto que casi me deja inconsciente; pero así y todo, logré estacionar el carro, bajarme y sentarme en la butaca que marcaba el boleto. La primera llamada y contaba con extremada precisión su infancia, la segunda llamada y ya andaba por su época de niño scout, la tercera llamada y empezaba a tocar lo referente a su primer divorcio. ¿Es divorciado? ¿Tres veces? Creo que se le olvidó agregarlo en su perfil. Deseaba tanto que empezara la función que casi rompo en llanto, creo que nunca me había sentido así, tan sola y desamparada. Empezada la función, dejó de hablar, yo amé ese silencio, lo respiré profundamente. Me encerré en mi misma. No supe ni sabré de qué se trató la obra; debió de haber sido buena porque la gente se reía. Bajó el telón, el público de pie ovacionó a los actores y yo caí en la cuenta de que el recreo había terminado porque habíamos llegado juntos y juntos tendríamos que irnos. Retomó la plática exactamente donde se había quedado: su segundo divorcio. Rafael me inundó con situaciones y anécdotas que ni en una vida de habernos conocido hubiera podido saber. Le dije que estaba muy cansada y que me dijera en dónde lo podía yo dejar. En cualquier estación del metro. Perfecto.

Al llegar, se despidió muy efusivo y dijo haber estado de lo más contento, pasamos –según él- una velada en la que sintió que compaginábamos y dada la experiencia que tiene en relaciones fallidas, me aseguró que eso no es nada fácil de lograr, mencionó unas ocho veces que le encantaría que volviéramos a vernos. Logré que se bajara del coche. Silente y reflexiva, su plática espesa y tupida sólo me confirmó algo que yo ya sabía: en esta época de comunicaciones, el problema sigue siendo la comunicación.

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