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jueves, 1 de marzo de 2012

De oriente a occidente

Fue cosa de leer mi horóscopo -el chino porque es el mejor-, un acto inocente, sólo quería saber qué me depararía el año entrante. Cosa curiosa porque la realidad es que yo no creo en eso, pero por no dejar lo busqué por Internet. Primeramente, la página desplegó, a manera de prólogo, una serie de bondades de mi signo. Como se sabe, los signos chinos están representados por animales y están determinados por el año de nacimiento, en mi caso es el perro, es decir, soy un perro, me imagino que se utiliza sólo en masculino, porque no se oye nada bien decir: soy una perra.
Pues decía yo que el horóscopo enlistaba una cantidad considerable de atributos y bondades de los perros, o sea, de mi signo, es decir, de mí -todas ciertas, por cierto- y se me anunciaba que realizaría -por fin- el viaje que siempre había soñado. Hice un alto… el viaje que siempre había soñado. ¡Vaya!, ¿qué viaje era ése? El horóscopo me puso a pensar, sépase de una vez que nada más oír la palabra viaje y me alboroto toda, es que no suelo viajar mucho –más bien nada- y es algo que me encanta, lo que más disfruto y quiero en esta vida; no soy pretensiosa, con cualquier cosa me conformo: viaje es para mí ir a Acapulco, a Veracruz, vaya, hasta a Cuernavaca; no exagero si digo que tengo más de quince años queriendo ir a Taxco que está a sólo tres horas en coche saliendo de la capital mexicana. Así que el viaje que siempre había soñado no me esclarecía gran cosa porque yo quiero ir a todos lados, me sueño hasta en Tepeji del Río; viaje es para una servidora ir a las pirámides, al zoológico -aunque esté lleno de gente-; todos los viajes son soñados para mí, yo sueño y respiro viaje. Sin embargo, para que el horóscopo lo anunciará, así, como el acontecimiento, lanzármelo al ahí te va, es porque se trataba de un viaje gordo, un viaje importante y con importante quiero decir internacional, un viaje que requiere -nada más decirlo y se me pone la piel de gallina- de un pasaporte, documento faltante en mi historial de documentos.
Un viaje que, afortunadamente, no realizaría sola porque da la casualidad que mi esposo también es un perro, es decir, perro, puesto que me lleva doce años y los signos zodiacales chinos se repiten cada doce años, por lo que él también estaba incluido en el viaje soñado. Él, mi marido, no cree en nada de esas cosas, pero cuando le dije: Qué crees, amorcito, que nos vamos de viaje, como que se le afinó la mirada, se le animó el ritmo cardiaco –de tango le cambió a cumbia- y se le dibujó una sonrisa –clarísima- en la cara, que ya le había cambiado de color y eso que todavía ni salíamos de México.
¡Pobrecito! Al principio pensó que nos habíamos ganado un viaje en un sorteo o algo parecido. No, vidita, le contesté, cómo va a ser eso posible si nosotros ni a las canicas jugamos. Pero, mujer, me dijo, de dónde sacas entonces que vamos a viajar. Querido, le contesté, los chinos se las traen, mira que son una cultura milenaria, ven cosas que tú y yo nomás no podemos ver, si ellos dicen que nos vamos, es porque nos vamos.
No quiso discutir, característica de nosotros los perros: no nos gusta armar alborotos. Se fue a descansar, lo fui a tapar hasta las orejas –como a él le gusta-, mientras que yo pensaba en cómo le podíamos hacer, qué podía vender para irnos de viaje, pero realmente no había nada, no se trataba tampoco de vender nuestro modesto y básico mobiliario, nuestro escaso guardarropa o pedir dinero prestado para quedarnos en una casa vacía, en cueros y endrogados de por vida.
Claro que, matrimonio y mortaja… o lo que es lo mismo, un viaje anunciado por los orientales encuentra la manera de hacerse realidad y digo esto porque yo nunca he sido de meterme en casa de las vecinas, ni de estarme tomando el cafecito con nadie, pero una vecina que recién acababa de mudarse al edificio me invitó a su casa y, raro en mí, accedí; estando las dos sentadas en su comedor con una humeante taza de café en nuestras manos, me vine a enterar de que Liduvina Palacios (así se llama nuestra vecina) trabaja en una agencia de viajes (ya nos estábamos acercando a la profecía, quiero decir a la predicción astrológica china) y de que las empleadas de la agencia tienen acceso a las mejores ofertas y que encima les hacen un descuento adicional. No soy interesada y estoy muy lejos de ser convenenciera, pero a partir de ese momento empecé a visitar con prodigiosa frecuencia a Lidu, como cariñosamente comencé a llamarla.
Al paso de algunos días, Lidu y yo nos hicimos inseparables y fue entonces cuando me atreví a contarle que habíamos sido objeto de un pronóstico casi divino: ella y yo en acción conjunta daríamos cauce y cabida a los deseos astrales, éramos nosotras simples instrumentos de una fuerza superior, una visión universal -cósmica- que de ninguna manera podíamos desobedecer, así que si ella, Lidu, había sido escogida para llevarlo a cabo, no podía negarse, sino al contrario: aceptar el cargo con orgullo y obediencia.
Mis palabras la conmovieron, eso y que la misión la elevaba a un rango mucho muy superior al que ella hubiera podido haberse trazado. Así pues, nos invitó a la agencia de viajes; mi marido y yo acudimos en una tardecita en la que nos enseñó libros, revistas, posters y fotografías de lugares que ni siquiera sabíamos que existían; nos hizo recomendaciones y presupuestos de, por lo menos, treinta itinerarios diferentes.
No, es muy complicado, le dije en plena mortificación, es imposible que me decida, Lidu, no sé qué escoger. Lidu tenía cara de cansada, iban a dar las nueve de la noche y estábamos peor que al principio: con el mundo entero para escoger y ni atisbo de ningún destino. ¿Para qué te alcanza?, me preguntó, ¿cuánto tienes? Porque, ¿tienes algo, verdad?
Ay, Lidu, así como tener, no; pero si los chinos dicen… y con tu descuento… y la credencial del INAPAM de mi marido… a lo mejor lo podemos pagar en plazos, unos veinte o treinta, yo te firmo unas letras, pero mira, no seas mala, no sea que se vayan a enojar los astros…
Lidu suspiró, les voy a prestar mi tarjeta de crédito, me dijo tan generosa, voy a ver si puedo conseguir que lo puedan pagar a dieciocho meses sin intereses.
Que no se diga más, Lidu, le contesté.
Salimos complacidos, mi marido aliviado sólo comentó: Ah, qué simpática es esta Lidu.
Revisé cada uno de los folletos que Lidu nos dio, qué lindo es el mundo, tantas cosas que ver y sólo una oportunidad de viajar; gracias a los chinitos me documenté y supe de la belleza de nuestro planeta: Fidji, el Taj Majal, Río de Janeiro, Florencia, Paris, Praga, Moscú, Estambul, el Caribe. No terminaba de ver fotos, de leer artículos, el viaje estaba demandando demasiado de mí, el tiempo se me iba en investigar: ¿cuál de todos esos bellísimos lugares era el indicado por los astros? ¿Y cómo saberlo? Después de algunas semanas de sólo pensar en el anunciamiento astral, se me ocurrió preguntarle a una mujer que leía la mano cerca de mi casa y que –por sólo quinientos pesos- me contestó: Ve al lugar en donde nace el sol.
Nos vamos a China, le quise decir a mi marido cuando llegué a casa, vamos a visitar a los gestores del viaje.
Pero mi marido no estaba, me dejó una nota en la que decía que se había ido con Lidu a las Filipinas.

viernes, 2 de septiembre de 2011

El nombre es lo de menos

El domingo por la mañana estábamos su comadre y yo leyendo el periódico, ¡y que vamos mirando su foto! Que es el compadre, me dijo mi vieja. No, cómo que el compadre, no puede ser. Sí, aquí está escrito su nombre, aclaró ella. Ah, pues sí es. Oiga, compadre, ¡qué suertudote nos vino resultando usted! Lo que le sucedió es de no creerse, es un milagro; no le exagero si le digo que es usted uno en diez millones, ¿o uno en un millón? Bueno, no importa, lo que le pasó a usted no le pasa a nadie, aunque todos quisiéramos que nos pasara. Me da gusto, es decir, nos da gusto y lo felicitamos de todo corazón, usted es un gran ser humano y se lo merece. Me imagino que ya estarán en fila los lambiscones, los besamanos, los barberos; tenga usted mucho cuidado, compadre, que hay gente muy aprovechada, de a tiro interesada, gente abusiva que nomás lo quiere a uno cuando cree que puede sacarle algo.

Nosotros, en cambio, siempre lo hemos estimado, por algo somos compadres; nosotros sabemos lo mucho que usted vale, tenemos años de conocernos, qué digo años, toda una vida de amistad, de comidas domingueras, de paseos, de cumpleaños, de fiestas; precisamente hoy nos estábamos acordando, mi señora y yo, de aquel fin de año en su casa, ¿se acuerda? Ah, qué divertida nos dimos, porque, ¡ah qué buenas fiestas da usted!, sí usted, tan buen anfitrión, mandó traer al mariachi para deleitarnos con su maravillosa voz, porque oiga, compadre -lo que sea de cada quien-, qué voz tiene usted, qué voz y cómo canta usted las rancheras, con qué fuerza, con qué vibrato, con qué gracia, bueno cómo es que nunca se dio cuenta que iba para cantante profesional, qué Chente ni qué Chente, ¡usted, compadre!

¿Y qué me dice de ese fin de semana en Acapulco? Qué a gusto nos la pasamos, ¿verdad? ¿Qué tal esa noche de bohemia en la playa en la que hicimos una fogata y usted contó unos chistes buenísimos? No parábamos de reírnos, oiga, le juro que jamás me he reído tanto como en aquella ocasión. Cómo disfrutamos de esas caminaditas por la costera, las nadadas en Puerto Marqués, el paseo en lancha por la bahía y la visita a la quebrada. Un viaje a todo dar, de ésos que se quedan en la memoria para siempre. ¿Cómo olvidar los partidos de fútbol playero? Las gringas nada más se le quedaban mirando y cómo no, tenía usted -bueno, sigue teniendo- un cuerpazo que causaba envidia, pero de la buena: unos pectorales de acero, un abdomen que parecía lavadero, unas piernotas de futbolista de primera división y con un bronceado que ni mandado a hacer; ahí estaban las extranjeras -y las nacionales también- lanzadísimas, echándole todos los perros, babeando por usted. Pero usted, acostumbrado a eso, me las ponía quietas. Ésa es una de las cualidades -entre tantas- que más le admiro: la modestia; usted no es nada presumido y mire que a pesar de su galanura, inteligencia y simpatía, usted siempre ha permanecido sencillo, humilde y ha sabido rodearse de gente -como nosotros- que lo quiere por lo que usted es.

Oiga, compadre, pues es porque lo apreciamos y lo valoramos, como Dios sabe que lo hacemos, que hemos pensado en invitarlo a participar en un negocio; si antes no lo habíamos hecho es porque aún no se concretaba y porque usted no tenía entonces el capital que se requiere para participar en una cosa de éstas; pero ahora, la vida le ha sonreído, la suerte está de su lado ya que su consolidación financiera no le pudo haber llegado en mejor momento: el negocio está listo para arrancar, sólo hace falta un inversionista, una persona decidida, emprendedora, visionaria, ¿quién mejor que usted? Créame que el hecho de que usted pueda participar con nosotros me llena de dicha, estoy seguro que el éxito nos acompañará; el negocio -el negociazo- nos va a llenar los bolsillos, y no que usted lo necesite ahora, pero acuérdese que el dinero no dura toda la vida, es vital invertirlo para hacerlo durar y que nunca falte. Usted entiende, seguro que ya se lo han dicho: el dinero en el banco es dinero muerto, hay que moverlo, hacerlo crecer... los que lo han sabido invertir son, ni más ni menos, los dueños del mundo. Ya hemos visto a lo largo de la historia que aquellos que se arriesgaron y creyeron en sus ideas llegaron lejos; yo creo y le pido a usted que también crea; lo más importante en un negocio, en la vida y en cualquier cosa es tener fe.

Pues no lo dejo más en ascuas, se trata de la manufacturación de un invento mío, una cosa necesarísima y que nada más se elabore y salga al mercado romperá récord de ventas, la gente –materialmente- nos lo arrebatará de las manos; todos querrán uno y nosotros no nos daremos abasto. Ya ve usted que el tráfico en esta ciudad cada vez está peor, que la gasolina sube de precio día con día, que los coches cuestan una fortuna y que nuestras autoridades nada más están viendo qué nuevas restricciones se les ocurren para la circulación vehicular: que si la verificación, que si la tenencia, que si el engomado doble cero, que si es foráneo: una cosa horrible; son gastos tras gastos con la engañosa promesa de transitar, engañosa, sí señor, porque, ¿quién puede transitar por esta ciudad? Eso quisiera uno, pero es imposible; todos los autos están parados, estacionados en plenas vías dizque rápidas y luego cuando uno de verdad precisa estacionar el carro en algún sitio, se encuentra uno con que ¡no hay lugar! Por esto, compadre, por esto he ideado el invento que revolucionará la industria del transporte, ¿está usted listo para escuchar su nombre? Pare oreja, se trata del autotransportador, sí, au-to-trans-por-ta-dor, como su nombre lo indica, el autotransportador es un innovador aparato que en apariencia se asemeja a un chaleco y que mediante energía solar lo eleva a uno por los aires transportándolo sin costos, atorones o mayores inconvenientes; cuenta con celdillas que almacenan energía por si el día está nublado o es de noche. Que un viajecito de ya rugiste, digamos que a Cuernavaca, póngase de volada su autotransportador y en menos de lo que le cuento ya hasta se almorzó unas quesadillas en Tres Marías. Que si los niños dan mucha guerra en el coche, que gritan y se pelean, usted agarra su autotransportador y ellos que allá se entiendan. Que si la señora está de latosa con que vas muy rápido, que frena, que cuidado, usted, que carga para todos lados con su aparatito, ante cualquier situación desagradable, ya sabe, le prende al botoncito verde, le señala la dirección a la computadora integrada y ya no va a querer usted viajar en otra cosa porque se va a sentir usted como los mismos ángeles, como mariscal del aire, surcando el cielo raso y sin contaminar nadita de nada. ¿No es una maravilla? Sí que lo es, de principio a fin, lo es.

Se preguntará usted que cómo se le pudo ocurrir una cosa así a este humilde servidor, fue una iluminación, una inspiración que me vino una tarde de ésas en las que salía muerto del trabajo para entonces tener que chutarme dos horas de embotellamiento. Fue entonces cuando me llegó, hará de esto unos ocho o nueve meses; desde entonces he pensado en el cómo y de a poco me fueron llegando las ideas, primero una, después la otra; un compañero del trabajo es hermano del vecino del mejor amigo de un ingeniero, él me asesoró un poco, un poco nada más porque yo también estuve investigando por Internet, y así, sumando, con fe y perseverancia, con trabajo y paciencia, se llegó a un diseño perfectamente anatómico, un motor silencioso y ligero que lo puede elevar a uno hasta unos ciento cincuenta metros de altura para viajar a velocidades que van desde los cuarenta hasta los ochenta y cinco kilómetros por hora. ¡Qué chulada!, dirá usted, Quiero participar en la mejor y más grata invención –después de la televisión, claro-, pues que no se hable más del asunto, compadre, ya estuvo, usted pone un chequecito por la cantidad que aparece en el sobre junto con los papeles, que una vez firmados –no se nos vaya a olvidar firmarlos, compadre-, lo certifican a usted como socio de la empresa Autotransportation Motor Company, no se asuste, si no le cuadra el nombrecito, no hay problema, se lo podemos cambiar, ¿qué tal Compadre’s Motor Company? Bueno, en fin, por eso no se apure, usted ponga el dinero, el nombre es lo de menos.